SEGUNDA SESIÓN 30/09/1886
Desde antes de las once de la mañana un inmenso gentío se agolpaba a las puertas del Palacio de Justicia, que estaban custodiadas por parejas armadas de la Guardia civil, varios alguaciles y porteros de la Audiencia y un inspector de policía-urbana.
A las doce se apeó del coche celular el cura Galeote, vestido con traje talar, y custodiado por un cabo y dos guardias civiles.
Una hora antes de comenzar la vista, los escaños destinados en el estrado para los jurisconsultos se ocupan totalmente en su mayoría por jóvenes recién salidos de las aulas.
La señorita de Alonso Martínez, acompañada de la señora de Capdepón, tomaron asiento en unos sillones que formaban la primera fila de bancos destinados al público. Detrás, en dos escaños de terciopelo, veíanse varias señoras.
El Sr. Capdepón, subsecretario de Gracia y Justicia, entró en la Sala veinte minutos después y tomó asiento al lado de la hija del ministro de su departamento.

A la una y veinte minutos ocupó el tribunal sus asientos, colocándose los guardias civiles armados a la entrada de la barandilla, y dando principio a la sesión.
Presidente.—Se abre la sesión: audiencia pública.
El cura Galeote, con el manteo terciado y paseo resuelto, se sentó en el banquillo y desato un legajo de papeles.
Él público penetró con el mayor orden.

Declaraciones periciales
Los médicos forenses D. Gregorio Sáez Domingo y D. B. Escribano prestaron juramento con las generales de la ley.
Comienza el Fiscal con las preguntas:
Fiscal— ¿Han examinado ustedes el cadáver del señor obispo?
Forenses— Si, señor.
Fiscal— Podrían ustedes dar detalles de las heridas y accidentes sufridos por el difunto prelado, y manifestar si las heridas eran mortales de necesidad.
El Sr. Escribano explica científicamente las heridas que produjeron la muerte del señor obispo, el curso que siguieron y que finalizaron la vida de la ilustre víctima a las treinta horas de producidas, asegurando que las heridas fueron mortales.
Fiscal —¿Está conforme el otro perito?
El Sr. Sáez Domingo — Sí, señor.
Fiscal— ¿A qué distancia se le hicieron los disparos?
Perito— A quemarropa.
A continuación siguió la defensa con sus preguntas:
El defensor hizo varias observaciones a los médicos sobre algunos detalles del informe que parecen contradictorios, y que fueron explicados por el señor Escribano.
Pidió declarase el forense si la sangre derramada por la herida más grave no procedía de otra afección que el señor obispo padeciera, o de los movimientos que hizo el cuerpo al ser trasladado a la habitación donde fue reconocido. El perito afirmó con datos científicos que la bala que atravesó el hígado fue la que produjo la hemorragia.
El defensor rogó a los médicos que explicaran por qué las heridas eran mortales de necesidad.
El Sr. Escribano, entre otros detalles, dijo que solo una de las balas había matado a medio obispo según la frase de un ilustre catedrático que le reconoció, y que aquella mitad muerta se encargaba de matar la otra mitad.
Tras ligera discusión entre el defensor y los forenses, el primero rogó a la presidencia alterase el orden en que debían prestarse las declaraciones y llamara a los Sres. Dº León Corral, Adolfo Moreno Pozo, D. Manuel Cárceles y don Francisco Blanco, todos ellos médicos.
Acordado así, entraron dichos señores y prestaron juramento.
Interrogado por el ministerio público el primero de dichos señores, sobre la intervención que tuvo como médico al ocurrir el suceso, manifestó que se hallaba por casualidad en el atrio de la catedral cuando fue herido el señor obispo, y se ofreció como facultativo, dando las primeras disposiciones y oponiéndose a que se le condujera al palacio episcopal, como deseaban los sacerdotes.
Explicó la cura de primera intención que practicó, y refirió los detalles ya conocidos de la traslación del obispo a la contaduría del cabildo.
Fiscal.— ¿Qué opinó usted de las heridas?
Testigo.— Que eran gravísimas.
Fiscal.— ¿Eran mortales de necesidad?
Testigo.— Al principio no se podía formar juicio, pero después de la autopsia se vio que la herida del hipocondrio era mortal de necesidad.
Fiscal.— ¿Puede asegurarse que murió por las heridas?
Testigo.— Sí, señor.
Durante todo este tiempo Galeote permaneció tranquilo y escuchando distraído las declaraciones de los médicos.
El fiscal opinó que debían retirarse tres de los testigos y permanecer uno declarando y así lo acordó la sala.
El doctor Corral

El defensor dirigió al Doctor León Corral análogas preguntas a las realizadas a los médicos forenses con el fin de intentar la prueba de que la muerte del obispo fue debida a cualquier otra causa y no a las heridas.
Entablóse entre la defensa y el testigo una discusión científica acerca del trayecto del proyectil a través del vientre, hasta llegar a la columna vertebral.
Consideró las heridas de mortales ut plurimum (en la mayoría de los casos o casi siempre), y «no de necesidad de que se hace hoy abuso en la generalidad de los casos».
En las heridas del hipocondrio y de la columna vertebral ocurre, según datos estadísticos que no son siempre mortales por necesidad, pues Otis hizo una estadística en la que hay el 15 por 100% de los salvados.
El defensor insistió en pedir aclaraciones sobre el carácter de las heridas que produjeron el colapso y la muerte del señor obispo.
Testigo.—Es pública y notorio que tanto el Señor Cárceles Sabater como yo, no estábamos conformes con el tratamiento seguido; desde los primeros momentos comprendí la gravedad del caso y no encontraba justificado el tratamiento exageradamente expectante que se puso en práctica por más que yo respeté la conducta de los demás profesores; allí había una herida del costado, que no se sabía sí era penetrante, un colapso creciente y parálisis de los miembros inferiores que nada aclaraban el pronóstico, a no ser las parálisis que señalaban una lesión de las médulas sin que entonces pudiera tenerse como cierta la muerte.
Por tanto, debió hacerse un reconocimiento completo para formular un diagnóstico formal, basta tener presente que existe la balanza de inducción de Hughes que pasándola por un cuerpo herido da a conocer la situación de un proyectil como ocurrió con las heridas del presidente de los Estados Unidos Mr. Garfield, esto no se hizo con el señor obispo.

La muerte del presidente de EEUU James Garfield.
El 2 de julio de 1881, en la estación de tren de Washington, el abogado Charles Jules Guiteau, un buscador de cargos y prebendas desengañado por la firmeza de James Garfield, quien no le había concedido un puesto consular que había solicitado, disparó contra el presidente dos balas que no llegaron a herir ningún órgano vital.
Herido, Garfield permaneció acostado en la Casa Blanca durante 70 días. Los médicos, con el pretexto de encontrar una de las balas fueron transformando una herida de unos milímetros en una herida grave. Alexander Graham Bell intentó sin éxito encontrar la bala con un detector de metales que había improvisado él mismo para la ocasión, pero la cama donde estaba recostado era de metal y eso imposibilitó el hallazgo. El 6 de septiembre Garfield fue llevado a la costa de Nueva Jersey. Por unos días parecía haberse recuperado, pero el 19 del mismo mes falleció por culpa de la infección y de la hemorragia interna que le causaron los médicos.
A reiteradas preguntas del defensor, manifestó que el colapso se combatió con tomas de vino generoso (estilo fondillón de Alicante, Rancio de Tarragona o Jerez) e inyecciones de éter, si bien, no podía aclarar más lo que deseaba la defensa.
El defensor propuso un careo del testigo con los médicos de la autopsia pese a que el fiscal formuló protesta al considerar que el testigo no tenía el carácter de perito, sino el de presencial de hecho y llamo la atención de la Sala acerca de la tendencia de la defensa de suponer que la muerte del señor obispo no fue causada solo por las heridas.
Fiscal.— ¿Cree que si se hubiera aplicado el tratamiento que consideraba oportuno se hubiera salvado el señor obispo?
Testigo.— ¿El tratamiento general o el de las heridas?. Categóricamente no se puede contestar, pero cuanto sea más acertado un tratamiento, hay más probabilidad de salvación.
El colapso causa de la muerte se cometió al principio y al final oportunamente, y de abandonarse, pudiera existir responsabilidad moral de los que asistieron al señor obispo; pero en cuanto a las heridas, no debieran abandonarse, puesto que ofrecieron complicaciones.
Fiscal.— ¿El colapso ha sido una consecuencia de las lesiones?
Testigo.— Sí, señor.
Fiscal.— Si las lesiones produjeron el colapso, y éste la muerte, puede decirse que la muerte fue resultado de las lesiones.
Testigo.— Sí, señor.
Careo
El Sr. Sáez Domingo, médico forense que practicó la autopsia, hizo constar que esta operación fue absolutamente completa, como resulta del informe y de las deducciones.
Confirmó la existencia en el vientre del derramamiento sanguíneo en cantidad de un litro.
En cuanto al carácter de las heridas, dijo debía diferenciarse el concepto teórico del práctico, y que las recibidas por el señor obispo eran mortales de necesidad a juicio de los médicos forenses que verificaron la autopsia.
Extendióse en detalles sobre el trayecto de los proyectiles a través del cuerpo del señor obispo. El Sr. Corral rectificó, manifestando no haber visto el referido derrame.
Los Sres. Sáez Domingo, Escribano y Corral, discutieron detenidamente sobre este punto y el carácter de las heridas.
El doctor Cárceles Sabater

El fiscal preguntó al testigo su intervención en la cura del señor obispo, si las heridas eran mortales de necesidad y si fueron causa de la muerte.
El testigo refirió que pasaba casualmente por la Calle de Toledo, cuando después de oír los disparos se le acercó un sacerdote, que sin duda le conocía, y le dijo que pasase a asistir al señor obispo, que acababa de ser herido.
Al entrar en el cuarto donde se encontraba el señor obispo, vio al Sr. Moreno Pozo, Bueno y Corral, extrañándose de que el primero tan solo dispusiese se colocase en las heridas una planchuela de hilas con cerato simple sin lavarlas previamente.
Dispuso se le diese vino de Jerez para combatir el colapso, pero el doctor Creus, encargado ya de la asistencia del ilustre enfermo, prohibió terminantemente que en nueve horas se le diese ningún alimento al Sr. obispo.
También opinó el testigo que era necesario un reconocimiento amplio, a lo que se opusieron los demás facultativos.
Recordó que después de la consulta se curó las heridas con una toalla, sin lavarlas ni emplear siquiera la cura antiséptica; tampoco quiso el doctor Creus que se administrase pedacitos de hielo con vino al señor obispo, y prescribió en cambio se le diese un poco de lengua de vaca asada, que a poco rato devolvió, prosiguiéndose en grave estado.
El señor Obispo —dijo—murió a consecuencia del colapso, que no se atendió debidamente; en cuanto a las heridas no eran mortales de necesidad; ningún profesor de mediana ilustración puede sostenerlo y opinar lo contrario.
Citó al efecto la obra de Assur, médico de Pensilvania, traducida y comentada por el doctor Creus, quien sostiene un tratamiento completamente contrario del que él aplicó al señor obispo.
Manifestó que, respecto de las heridas, del hígado, ocurriría lo propio que las de la columna vertebral, aduciendo varios casos concretos.
Concretó sus opiniones, manifestado: primero, que no se combatió el colapso, y que a no hacerlo ex profeso no pudo procederse allí con más abandono. El redactor del Diario la Unión indicó que Estos graves ataques al doctor Creus producen honda impresión en el auditorio.
El presidente llamó al testigo a la cuestión.
El testigo prosiguió afirmando que las heridas no eran mortales de necesidad, y que después de combatirse el colapso, debió intervenir la cirugía para reconocer la intensidad de aquellas.
El fiscal.— De nuevo le pregunto ¿el colapso fue producido por las lesiones?.
Testigo.— Debo hacer antes una aclaración: en las operaciones quirúrgicas proviene el colapso, y si éste se abandona, puede provenir la muerte.
El fiscal.— insisto, ¿el colapso fue causa de la muerte?.
Testigo.— Sí, señor y las inyecciones de éter aplicadas en los últimos momentos, no sirvieron para combatir el colapso.
El fiscal replicó que esas apreciaciones eran puramente personales del testigo, puesto que, según se vería en un careo, otro facultativo sostenía lo contrario, asegurando que el colapso había sido bien combatido.
¿Entiende—dijo—que si se hubiera empleado su tratamiento se hubiera salvado el señor obispo?
Testigo.— lo afirmo en absoluto, fundado en la estadística.
Fiscal.— ¿De modo que cree que hay una inmensa responsabilidad moral para los médicos que dejaron morir al señor obispo?
Testigo.— Eso mismo he hecho constar en un documento que publiqué. Por otro lado, sostengo que murió el señor obispo porque no se atacó el colapso; dominado éste, luego se hubiera procedido a curar las heridas, y es muy posible que se hubiera salvado el señor obispo; yo opino que, pasado el colapso, se hubiera debido operar, auxiliados por el método antiséptico de Lister.

El defensor consignó que no existía contradicción entre lo afirmado por los Sres. Corral y Cárceles y procuró esclarecer algunas dudas expuestas en la declaración del último testigo.
Defensor.— ¿Cree el testigo que la administración de la lengua de vaca pudo producir la muerte del obispo, dado su estado?
Testigo.— Lo creo en absoluto. Al día siguiente vi que el doctor Creus curaba las heridas con un líquido, leyéndose en el frasco: Aceite de la Santa Faz.
El doctor Blanco
A las preguntas del fiscal manifestó, que hallándose dentro del templo de San Isidro, oyó las tres detonaciones, y dirigiéndose a la puerta, encontróse al señor obispo herido en brazos de tres sacerdotes.
Ofreció sus servicios como médico, aconsejó se le llevase a una habitación inmediata, que era la contaduría; pero no encontrándose la llave, hubo de dejarlo en el suelo hasta que se forzó la puerta.
Entonces llegaron los Sres. Corral y Moreno Pozo, y despojadas las vestiduras, empezaron a hacer el reconocimiento, encontrando desde luego la herida en el hipocondrio, sin que emplease el estilete y evitando todo movimiento; después encontraron en la parte exterior del muslo derecho el orificio de entrada de otro proyectil, que extrajo el doctor Moreno Pozo y entregó al juez de guardia.
Calificó las heridas de mortales de necesidad.
Fiscal.— ¿De manera que estima el testigo que las heridas fueron causa de la muerte del señor obispo y que consideraba mortales de necesidad?
Testigo.— Si, señor.
Defensor.— Si no pudo reconocerse la herida del hipocondrio, ¿cómo la considera mortal de necesidad?
Testigo.— Porque la parálisis de las piernas denotaba la afección de la médula, y por tanto, la necesidad de la muerte, mucho más cuanto estaba afectado el hígado?
Defensor.— ¿Cómo sabía la existencia de la hemorragia interna?
Testigo.— Por el estado del pulso y demás síntomas del colapso, que hicieron necesaria la administración de un estimulante.
Defensor.— ¿El señor obispo murió de una peritonitis?
Testigo.— El informe de la autopsia da los datos sobre esta cuestión.
El doctor Moreno Pozo

El testigo declaró que se encontraba en la catedral, y después de los disparos, los tenientes de alcalde Sres. Ruiz de Velasco y Plazaola le llamaron, porque estaba herido el señor obispo.
Relató el reconocimiento del herido, sin que pudiese emplear el estilete, por la posición acostada del señor obispo, resultando que su dedo encontró que el hígado estaba afectado; además, se notaba paraplejia, y por tanto, ante todo, la cura que allí hacia falta era la de la herida penetrante del hipocondrio, no siendo necesario ser médico para comprender que, herido el hígado, estaban heridos muchos vasos que pudieran producir una hemorragia interna, y por tanto, se aconsejaba el vendaje para hacer la debida comprensión, y así se hizo.
Aconsejó se administrase al enfermo el Santo Óleo, y al trasladarle a la cama para ello, se hizo un reconocimiento, encontrando en el muslo el proyectil que extrajo el testigo. Al doctor Creus, hecho cargo del enfermo, le manifestó los temores que ofrecía la herida del vientre, por lo que aconsejaba una situación expectante; manifestó su conformidad el doctor Creus, pero el Sr. Cárceles dijo que él abriría el vientre desde luego para buscar el proyectil.
El enfermo por la lesión del hígado no podía mantener nada en el estómago, cuya excitación procuraron combatir, procediendo con el doctor Creus a hacer una cura de las heridas más completa; notaron entonces que en la columna vertebral tenía un orificio de proyectil, lo que no varió su diagnóstico, afirmando, después de celebrar consulta, que ese orificio era de un nuevo proyectil.
Estimó que las heridas de la médula y del hipocondrio eran mortales de necesidad, dando la autopsia la confirmación de ese diagnóstico, admirándose cómo pudo vivir el señor obispo después de las heridas unas treinta horas, puesto que el proyectil, entrando por el hipocondrio derecho, atravesó el hígado y pericardio y fue encontrado en la caja torácica al lado izquierdo, no habiendo por tanto nadie que pueda sostener que esas heridas no son mortales de necesidad.
El fiscal preguntó si podía calcularse por el examen de las ropas del señor obispo la distancia a que se hicieron los disparos.
El testigo replicó que, dado el estado de dicha ropas, no podía determinarse bien esa distancia pedida.
El defensor preguntó al testigo cómo es que manifestó al juzgado que el señor obispo no podía declarar, y sin embargo, conferenciaba con el señor presidente del Consejo y el señor nuncio.
Testigo.—No había tales conferencias; eran puramente saludos de las personas distinguidas que le conocían.
Defensor.— ¿Hubo o no hemorragia interna?
Testigo.—Yo sostengo que la hubo, se contuvo la hemorragia grave, pues pudo hacerse, pero no la lenta, producida por la herida de un órgano tan importante como el hígado.
Defensor.— La hemorragia de un litro de sangre en el peritoneo, ¿pudo conocerse en vida del enfermo?
Testigo.— Sí, señor; por el pulso, y desde la noche del suceso lo notaron los médicos, observación tanto más importante cuanto que de medio cuerpo abajo existía la parálisis.
El presidente suspendió la vista después de esta declaración; eran, las cinco.
Cuando se dio la orden de despejar, Galeote, que había escuchado con indiferencia el pugilato científico representado ante el tribunal, exclamó:
—¿Se acabó ya el derramamiento de sangre?
¡Gracias a Dios! levantándose a la vez del asiento.
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El día de los hechos, la instrucción y la calificación
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Primera Sesión del juicio Galeote
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Segunda Sesión del juicio Galeote
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Tercera Sesión del juicio Galeote
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Cuarta Sesión del juicio Galeote
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Quinta Sesión del Juicio Galeote
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Sexta Sesión del Juicio Galeote
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Discursos. Última palabra
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La sentencia
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Recurso ante el Tribunal Supremo
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Final