Con la aprobación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal el 14 de septiembre de 1882 se instauró en España un auténtico juicio oral y público. Los periódicos de la época recogían con mucho interés las actuaciones de los letrados y de los acusados; opiniones y entrevistas a los familiares y testigos, también buena parte de las sesiones de los juicios junto a acalorados debates entre periodistas de diversa ideología. Desde viajesjuridicos hemos reunido las sesiones del juicio combinando las distintas publicaciones para obtener una versión amplia de lo que sucedió en tal acto de juicio oral.
La sala utilizada para la que venía a ser una célebre vista fue la de la sección 1 de la Sala de lo criminal de la Audiencia criminal de Madrid en el edificio del Palacio de Justicia, en las Salesas, hoy actual sede del Tribunal Supremo.
Era la sala más amplia; recibiendo la luz por seis grandes ventanas, de las que dos correspondían al estrado.
Bajo un dosel de terciopelo grana y oro se encontraba el retrato de S.M el Rey Alfonso cubierto con un velo de crespón negro (Alfonso XII murió el 25 de noviembre de 1885). Delante de la baranda se hallaba a la derecha el banco de los acusados. En la parte destinada al público figuran en primer lugar los pupitres para la prensa; y, después, sillas y bancos destinados a las señoras. Había unas veinte entre ellas, las señoras y señoritas de Trinitario Ruiz Capdepón (subsecretario del Ministerio de Gracia y Justicia), Alonso Martínez (Ministro de Gracia y Justicia), Sáez de Vizmanos y Estefani.
Todo el espacio disponible en el estrado lo ocupaban jóvenes letrados.
En el exterior del edificio repleto de gente esperando; las voces de !!a la cola!! se mezclaban con el vocerío de los chicos que vendían periódicos y folletos con el retrato y biografía del tristemente célebre presbítero.
Una pareja de la guardia civil, con armas y cubierta, hace centinela a la entrada del estrado; otras parejas cuidaban el orden.

Los actores del proceso
El procesado: el sacerdote Cayetano Galeote y Cotilla era originario de Vélez-Málaga donde vivía su familia: el padre, una hermana y un hermano Guardia Civil. La prensa lo describe como un hombre alto, moreno y seco, enjuto y de complexión nerviosa; sordo, de carácter vidrioso, sombrío y vehemente; con unos cuarenta y tantos a cincuenta años. Había servido en el ejército en África y Puerto Rico. Vivía desde 1880 en Madrid, en compañía de Doña Tránsito Durdal, soltera, de unos 32 años, natural de Marbella, algo que provocará como veremos durante el juicio ciertos cuchicheos, risas y airadas críticas; Cometió el crimen al sentirse agraviado y ofendido por el señor obispo.

La víctima: El Excmo. Sr. Don Narciso Martínez Izquierdo, nacido en 1830 en Rueda (Guadalajara), fue obispo de Salamanca y en 1885 el primer Obispo de la estrenada diócesis Madrid-Alcalá. En 1871 fue elegido diputado a las cortes por su circunscripción natal, la de Molina de Aragón, donde se adscribe al grupo carlista. Excelente orador, durante la I República el presidente Emilio Castelar le presenta para obispo de Salamanca en 1874. En 1876 fue elegido senador siendo reelegido en 1881. Presentó su renuncia en 1882 en protesta por la aprobación de la primera Ley de Matrimonio Civil española de 18 de junio de 1870, introducida por el presidente liberal Sagasta.

Fiscal: Dº Luis Lamas Varela, natural de Noya, La Coruña, obtuvo el título de Derecho en 1863 y se colegió en el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid en 1866. Fue abogado de pobres debiendo renunciar al ser nombrado auxiliar del Ministerio de Gracia y Justicia hacia 1868 llegando a ser un reconocido Fiscal. Fue diputado por la Coruña y senador en 1893; perteneció al cuerpo de colegisladores, y, finalmente, fue nombrado magistrado del Tribunal Supremo. Falleció el 22 de enero de 1895. Autor de Manual de todas las asignaturas, que constituyen la facultad de Derecho, de 740 páginas (1868) y del Manual del Derecho Novísimo manual de derecho comprensivo de todas las reformas de que ha sido objeto nuestra legislación hasta el presente (1878).
Abogado defensor: Dº Rafael Villar y Rivas, natural de Santiago de Compostela, estudió derecho en tal ciudad. Se incorporó al Colegio de Abogados de Madrid en 1883 con 27 años, también fue el periodista encargado de las crónicas jurídicas en el Resumen de Madrid. Falleció muy joven, el 27 de enero de 1890.
PRIMERA SESIÓN 29/09/1886
A la una se abrió la sesión y entró el tribunal en la sala. El gentío que rodeaba el edificio de las Salesas entró en el palacio de Justicia tras resignarse a hacer una enorme cola. El tribunal de la Audiencia de lo criminal lo formaban D. Juan Manuel Romero, presidente; y los magistrados Sres. D. Enrique Illana y D. Federico Salva, este último como ponente.
El Fiscal, el Sr. Lamas Varela; y defensor, el Sr. Villar y Rivas. Un relator Sr. Goñi y el procurador Castro Quesada.
Una vez sentado el tribunal, los alguaciles llamaron a sala, sentándose en la mesa de la derecha del tribunal el fiscal y a la izquierda la defensa.

En la barandilla del estrado dos Guardias civiles con fusil y tricornio puesto.
El Cura Galeote entró en la sala acompañado de los alguaciles de la Audiencia saludando con la cabeza tanto al tribunal como al público y tomando asiento en una banqueta colocada en el estrado. Al empezar el acto, parecía impaciente, moviendo febrilmente las manos y piernas a veces agitaba los dedos.
Sobre la mesa del secretario relator estaba un revólver en una funda de cuero y cinturón elástico de lana encamada, un paquete con ropas y otros objetos
El secretario leyó el escrito del fiscal, dicen los diarios que «a cada paso interrumpía el Cura Galeote con ademanes descompuestos, voces y chillidos, y así de cierta manera, como quien pretende aparentar locura».
Al llegar a los antecedentes del procesado, se hizo constar que su vida no era todo lo morigerada y severa que fuera de desear, tal y como el fiscal señaló en su escrito.
EL PROCESADO.—!Cómo es eso! Que se tomen informes.
EL PRESIDENTE.—¡Orden! !!Orden !! Ya hablará el procesado a su tiempo.
EL PROCESADO.—Ya lo creo; yo probaré lo contrario.
La energía del presidente y su prudente intervención cortó el desorden. Se leyó después el escrito de la defensa. El fiscal y el defensor emplearon breves palabras para hacer constar varios hechos respecto al estado mental del procesado. Enseguida el presidente mandó comparecer a Galeote, y le preguntó por las generales de la ley.
PRESIDENTE.—¿Promete decir la verdad?
EL PROCESADO (poniéndose en pie).—Si, si, toda la verdad; quiero desmenuzarlo todo (Oye con mucha dificultad las preguntas, y contesta tranquilo a las preguntas de sus nombres, apellidos, naturaleza y edad; dicen los periodistas que «su acento andaluz se mezcla con algunas entonaciones usadas en las Antillas».
INTERROGATORIO DEL FISCAL
El Fiscal.- ¿Cuánto tiempo hace que está usted en esta corte?
PROCESADO .—Seis años y meses.
El Fiscal.—¿Dónde vivía usted en Madrid?
Procesado.—En una casa de huéspedes.
Fiscal.—¿Cómo se llamaba el ama de huéspedes?
P.—Doña Tránsito.
F.—¿Tenía ella casa de huéspedes aquí?
P.—En Málaga supe por ella que pensaba venir a Madrid pues no podía vivir bien en Málaga poniendo aquí una casa de huéspedes. No tenía yo inconveniente en vivir con ella en calidad de huésped y entregarle el precio del pupilaje.
F.—¿Había otros huéspedes?
P.—Sí, venían algunos sobrinos y amigos de vez en cuando.
F.—¿Cuánto pagaba usted?
P.—Diez reales.
F.—¿Dónde ha dicho usted misa primero en Madrid?
P.—En la Capilla del Santísimo Cristo de San Ginés.
F.—Refiera Usted la historia posterior hasta que cometió Usted la muerte del Obispo.
P.—Voy a leer mis papeles escritos donde está todo desmenuzado y con detalles, que mis contrarios lo que quieren es que todo esté al aire.
PRESIDENTE.—El reo no puede leer ahora; diga lo que recuerde su memoria, y conteste a las preguntas que se le hagan, que luego más avanzado el trámite, podrá defenderse usted plenamente y con entera libertad y leer lo que quiere, sin que se le coarte a usted para nada.
Procesado.—(Violento, insiste mucho en lo mismo por espacio de bastante tiempo, a pesar de la paciencia del presidente y su intervención repetida.)
Por fin, después de unas palabras de su defensor, el reo se reduce a contestar las preguntas que le hace el fiscal.
(El redactor del diario la Unión indica que «En todo él se nota una especie de propósito preconcebido de aparentar locura».)
El acusado narra lo que le sucedió con el Sacerdote Vizcaíno, con el Padre Gabino y en el Palacio Episcopal en una extensa relación.
Refiriendo el reo las palabras y actitud violenta que adoptó con Vizcaíno, el fiscal dice: ¿No comprende usted que esos actos de soberbia eran contrarios a la humildad cristiana proclamada por el Evangelio y a la conducta de Jesucristo, que aconsejó a los hombres que cuando recibieran una bofetada en la mejilla derecha pusieran la izquierda?
Procesado.—Cuando hay cuestiones de honra por medio eso es lo primero.
F.—¿No cree usted que el odio es una pasión baja?
P.—Sí, yo no tengo odio a nadie; pero se pisoteaba mi dignidad y se me trataba como a una basura.
Refiere Galeote después que le dijeron los sacristanes que no dijera misa, que ya habían avisado a otro, y que él decía: sí, digo misa y en el altar mayor, que es la mía.
(Todo esto lo decía Galeote moviéndose como un azogado a grandes voces y con chillidos, moviendo convulsivamente los brazos y dando golpes en la mesa.)
Fiscal.—¿No sabe usted que la Iglesia prohíbe ir a decir la misa en estado intranquilo de espíritu?
P.—¿Quién se acuerda de la conciencia ni de santa conciencia en esos casos en que estaba yo? Yo no me acordaba más que de mi dignidad y de que me trataban como una basura.
El reo reconoce el revólver y dice que es el que usó, y que de a haber encontrado a Vizcaíno le hubiera de buena gana descerrajado un tiro ó dos.
F.—¿Cómo dice usted que sus superiores le hablaban de los chismes de los sacristanes, y usted ahora viene con chismes de sacristanes?
P.—Yo no hacia caso de los chismes de los sacristanes, sino porque me tocaban y se practicaba lo que decían esos chismes.
El reo refiere después que, desesperado, fue a poner anuncios en los periódicos, diciendo que deseaba una portería.
F.—¿Con qué objeto hizo usted eso?
P.—Para que el Prelado se fijara y me hiciera justicia y reparara mi honra.
F.—¿De modo que usted obraba contra sus ideas y sentimientos?
P.—Contra mis ideas y sentimientos porque se me obligaba a ello, y yo creo que cualquier medio era lícito para vindicar mi honra, y yo no podía pasar por aquello, y le avisé al Obispo.
F.—¿Y no comprende el reo, que matar es contrario a los preceptos de la ley Dios?
P.—Si, pero señor fiscal, si usted se viera atacado en su honra, ¿no cogería un revolver y dispararía?
F.—¡Jamás!
P.—Pues entonces, S. S. tiene una pasta de mártir para la que yo no he nacido.
F.—¿No cree usted que el matar es una acción reprobable?
P.—Según y conforme. La Iglesia dice que se puede repeler con la fuerza la injusta agresión de la vida; y si esto dice respecto a la vida, ¿cuánto más no vale la honra?
El reo habla de que cogió el revólver, dispuesto a todo, a matar al Obispo, y aunque hubiera sido al cochero.
F.—¿Cree usted que hacia una acción mala al pretender matar al Obispo y quizá a algún cochero?
P.—No; porque estaba desesperado. Yo no pensaba entonces en nada. Estaba excitado.
Continúa el relato.
(El redactor del diario el Día indica que «En todas las palabras y dichos y actitud de Galeote, se revela un orgullo más grande que el de Satanás»)
F.—¿Cómo se dejaba usted las barbas?
P.—Para armar escándalo y llamar la atención del Obispo para que reivindicara mi honra.
F.—¿Cree usted que obraba en contra de sus ideas, convicciones y sentimientos y de la disciplina eclesiástica?
P.—Sí, pero entonces obraba forzado por la necesidad, porque no se daba reparación moral a mi honra.
El reo refiere que doña Tránsito le dijo: quítate las barbas. Y que él que sabía que habían avisado a su familia de que ya estaba inquieto, dijo: no me da la gana.
F.—¿De modo que le decía a usted doña Tránsito de tú y le trataba a usted con familiaridad?
P.—No entraremos en ciertas cosas, que sí se quiere me importa poco entrar. Yo no habré sido buen sacerdote, pero tengo, más conciencia que ellos. Pregúnteseme concretamente, que es lo justo, y no se cojan mosquitos y pajaritos para preguntarme de todo.
Todo lo que ha pasado lo tengo escrito, y ellos nada han escrito, y ahora dirán lo que quieran, sin que nada dijesen de mis cartas, que son la verdad y el resultado de una ofensa a mi conciencia y dignidad de sacerdote.
Fiscal.—¿Cree usted necesario insistir en ciertos detalles?
Procesado (riéndose).—!Ah, señor fiscal!
Hay que decirlo todo, para que se sepa la verdad de las cosas. Estoy necesitado.
Fiscal.—¿Cuánto pagó usted por el revolver?
Procesado.—No recuerdo bien: un puñado de duros.
PRESIDENTE.—¿Es ese el revólver? (señalando el qué está sobre la mesa.)
Procesado.—Sí, señor; compré aquel día cápsulas en la calle de Alcalá, frente al café de Madrid; las cápsulas eran largas y con el cortaplumas las arreglé, porque tenía muy malas ideas, entonces dirigí una nueva instancia al señor Obispo.
EL FISCAL.— ¿Se encontraba usted con falta de recursos?.
PROCESADO.—Pedí yo los 8 reales diarios, porque los necesitaba. Mi situación era crítica, pero Cayetano Galeote (sonriéndose) es muy orgulloso, y cuando pide como uno le parece que es como quinientos.
FISCAL—¿No comprende usted que no hacia bien?
PROCESADO.—Sí encuentro al Obispo antes en la Puerta del Sol me lo como a tocaos, o le rompo a palos el coche. Pero, yo no maté al Obispo, se mató él mismo; él me hizo a mi instrumento de su muerte, no reparando mi honra.
Llegó el domingo; a las siete me asomé al balcón para ver si llegaba carta del P. Gabino; a las nueve me vestí, cogí sigilosamente el revólver y me fui a la catedral.
Allí, en el vestíbulo, me puse a pasear; llegó el Obispo; apóyeme en la columna, y apartando a la gente, así, así (hace gestos con los brazos), saqué el revólver, y sin apuntar… (agitándose y apuntando con la mano) pin…pin… pin… ¡disparé!.
Luego me cogieron el brazo, me querían matar y me llevaron a la cárcel.
Después se dijo que yo era masón y que no profesaba la religión de mi padre, que me enseñó la católica, apostólica, romana.
EL FISCAL.—¿Su padre de usted le enseñó a matar al prójimo?
EL PROCESADO.—NO; me enseñó a ser buen cristiano.
EL FISCAL.—¿Y el quinto mandamiento que dice: no matarás?
EL PROCESADO.—Eso no es la teología dogmática, porque Santo Tomás…
EL FISCAL.—¿Autoriza Santo Tomás el asesinato?
PROCESADO:.- (con energía).–¡Yo no soy asesino! No he matado a nadie; pero en caso semejante ¡Dios no quiera que no pueda hacer lo mismo!
(Exaltado y dando golpes en la mesa). Yo he sido instrumento de una venganza del cielo.
EL FISCAL.—¿Pero usted no sabe que murió el Obispo al día siguiente?
EL PROCESADO.—Harto lo siento.
EL FISCAL.—¿Y cree usted que por haber matado al Obispo queda reparada su honra?
EL PROCESADO.—Ya lo creo; y lo mismo hubiera quedado mi honra sin darle muerte. La cuestión era vengarme.
A las reiteradas preguntas del fiscal, dice Galeote:
—Señor fiscal, usted busca leña donde no la hay.
EL FISCAL.—Y ya en la cárcel, ¿ha tenido usted remordimiento?
EL PROCESADO.- Ni siquiera. Estoy como si tal cosa. Ni me remuerde la conciencia, ni nada: me he acordado de mi juventud, me he acordado de Dios, pero de lo ocurrido con el Sr. Obispo, nada, nada.
EL FISCAL.—¿Y cómo escribió usted al Nuncio como arrepentido?
EL PROCESADO.—Yo no estaba ni estoy arrepentido, ni he tenido remordimiento.
El fiscal pidió de nuevo la prueba documental, por consecuencia de esa carta.
EL PROCESADO.—Esa carta al Nuncio, y la otra al cabildo las escribí; por mi padre y por quitar la mancha que inferí a la Iglesia.
EL FISCAL.—El arrepentimiento de que habla usted en su carta al Nuncio, ¿era una verdad o una impostura?
EL PROCESADO.—Lo que sentía era el escándalo. Siento lo ocurrido, pero no pudo ser de otra manera. ¿Acaso me tiene S. S. por un hombre malo? Vaya, vaya, que hay algunas preguntas más saladas que las pesetas. Si hubiera sido tan malo, seguramente no esperara tanto, agotando mi paciencia.
EL FISCAL.—No conozco ningún santo que haya cometido un homicidio.
EL PROCESADO.—Pues habrán hecho otras cosas; yo no he tenido la fortaleza del martirio. En cuanto a mi propósito de no venir aquí, es cierto que ha habido ratos en que pensaba quitarme la vida; pero necesitaba justificarme.
El fiscal manifestó no serle precisas hacer más preguntas
PREGUNTAS DE LA DEFENSA
El abogado defensor de Galeote preguntó al procesado si alguien le aconsejó escribiese las cartas al nuncio y al cabildo.
EL PROCESADO.—Aquella mañana en que había escrito los borradores consultó con el capellán de la cárcel, y le pareció bien, haciendo algunas correcciones. Esas ideas me vinieron voluntarias, sin que nadie me inspirase, pues deseaba desarmar a la gente mala que ataca a la Iglesia, sin que se comprendiese el sacrificio que hacía; pero confiando que podía facilitar se me pusiese en libertad.
EL DEFENSOR.—¿De modo que usted cree que el hecho ocurrido después de las cartas no motivaba más que su inmediata excarcelación?
EL PROCESADO.—¡Ya lo creo!
EL DEFENSOR.—¿De modo que si le encierran a usted en un convento se hubiera usted tranquilizado?
EL PROCESADO.—indudablemente, y me hubiera conformado con que resolviese el Obispo de cualquier modo.
EL DEFENSOR.—¿Qué considera usted peor: que una autoridad no atienda a reclamaciones, o que proceda injustamente!
EL PROCESADO.—Lo primero. ¡Pero qué preguntas tan… tan!… Se busca leña donde no hay; si, la verdad ha de resultar de todos modos…
(El defensor prosigue haciendo preguntas que impacientan a Galeote, quien no da nuevas explicaciones sobre las diligencias que hizo para obtener una reparación de la junta del Cristo de la Salud.)
EL DEFENSOR.—Ya en San Isidro, ¿vaciló usted? ¿Deseó usted volverse atrás?
EL PROCESADO.—NO; pregunté a la florera, una mujer gorda, si venía el obispo dijo que sí, y esperé; luego… pan… pan… y lo demás.
El señor presidente suspendió la vista, que continuará mañana; eran las cinco y media.
«A la salida de Galeote la gente agolpábase en gran número frente a la puerta principal. El procesado parecía al final de la vista algún tanto fatigado; verdad es que aparte los quince minutos de descanso, estuvo en pie, hablando y gesticulando con mucha vehemencia, durante cuatro horas»
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El día de los hechos, la instrucción y la calificación.
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Primera Sesión del juicio Galeote
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Segunda Sesión del juicio Galeote
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Tercera Sesión del juicio Galeote
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Cuarta Sesión del juicio Galeote
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Quinta Sesión del Juicio Galeote
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Sexta Sesión del Juicio Galeote
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Discursos. Última palabra
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La sentencia
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Recurso ante el Tribunal Supremo
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Final