El descubrimiento de América y el derecho internacional público

A raíz de los recientes acontecimientos atacando figuras de la historia hispana en Estados Unidos y estigmatizando las aportaciones de aquellos hombres, publicamos un resumen o extracto del discurso pronunciado el 12 DE OCTUBRE DE 1929 por el jurista americano M.JAMES BROWN SCOTT (1866-1943) PRESIDENTE DEL INSTITUTO DE DERECHO INTERNACIONAL, EN EL BANQUETE ORGANIZADO PARA CELEBRAR EL ANIVERSARIO DEL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA POR CRISTÓBAL COLÓN, EN EL HOTEL BRIARCLIFF DEL PARQUE DE BRIARCLIFF DE NUEVA YORK, y que fue originalmente publicado en la prestigiosa Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales en los años 30 del siglo XX, discurso en el que se nos muestra la complejidad de las cuestiones que el descubrimiento de América produjo y que no se pueden reducir a una simple visión de la historia de forma aislada y fuera de contexto. En este caso concreto, el orador analiza el nacimiento del Derecho Internacional Público tras el descubrimiento de Colón, las reacciones jurídicas e influencias como las del dominico Francisco de Vitoria o el jesuita Suárez que en su creación tuvieron, y ello, teniendo en cuenta cómo era el mundo en aquellos tiempos, al igual que debemos examinar este discurso en su época de entreguerras.

JAMES BROWN SCOTT

«Existen tres grupos de cifras acerca de los cuales he de llamar vuestra atención: 1492, 1532 y 1625. En realidad, más que grupos de cifras, son fechas que, apareciendo separadas y distintas, tienen, sin embargo, entre sí, íntimas relaciones. A causa de la primera, es memorable la segunda, y la tercera adquiere su valor por razón de las dos que la preceden. Estas tres fechas establecen el punto de partida para el Derecho de gentes. ¿Por qué?

En 1492, América fue descubierta; en 1532, fueron proclamadas nuevas reglas de Derecho en vista de las condiciones creadas por el descubrimiento del Nuevo Mundo; y podemos basarnos en este Derecho español, aceptado después y sistematizado por Grocío en 1625, para seguir sin interrupción el desarrollo de las doctrinas clásicas de los fundadores, sobre las cuales descansa lo que habitualmente llamamos Derecho de gentes moderno.

Hablemos, por de pronto, de 1492.

La invasión musulmana se había esparcido, como una ola, desde el Mediterráneo hasta los Pirineos, y había llegado más lejos aún. Lentamente, la marea invasora fue descendiendo. En 2 de enero de 1492, Boabdil, último rey moro, se rindió, en Granada, a Fernando e Isabel. «Soy tuyo —decía—, ¡oh rey poderoso y ensalzado! He aquí las llaves de tu paraíso; recibe esta ciudad, porque tal es la voluntad de Dios.»
España había alcanzado la unidad territorial y espiritual y su edad de oro estaba ya a la vista. La centralización en el interno debía de ser acompañada por la expansión en lo exterior. El espíritu de aventura que había expulsado a los moros iba a dirigirse hacia la invasión de un mundo lejano y desconocido. Estos dos acontecimientos se realizaron en 1492.

La rendición de Granada Palacio del Senado, Madrid, 1882 Francisco Pradilla

La dominación en Ultramar había de obtenerla España mediante un extranjero que estaba a su servicio. Como de todo aquel que lleva a cabo una empresa extraordinaria, pensamos, de ese extranjero, que debió de ser un grande hombre. Y no nos contentamos con tomarlo tal como fue, sino que pretendemos que proceda de antigua estirpe, aunque no se llegue a pedir que sea jefe o cabeza de una casa nobiliaria. Mayor interés nos inspira aun si sus antecesores inmediatos conocieron mejores días, en tanto que él haya tenido que vencer las dificultades y abrirse camino por sí mismo.

Isabel - Las capitulaciones de Santa Fe

Por eso se dice que Cristóbal Colón nació en Génova de una familia noble, aunque su padre ejerciera el oficio de tejedor. De ese modo, el hijo habría gozado de buenas amistades y podría atribuírseles la ventaja de una educación universitaria. Parece, sin embargo, que continuó la profesión paterna; y en todo caso, no fue marino por vocación, y es probable que se haya aventurado, por primer a vez, a navegar en alta mar, unos tres años antes de haberse embarcado con rumbo hacia el Oeste de Lisboa. En esta época es cuando se nos presenta con la atención cautivada por los relatos concernientes al mar, y navegando a veces; hechos que no tenían nada, de extraño, porque, por aquel tiempo, exploraban los portugueses las costas occidentales de África y estaban próximos a doblar el Cabo de Buena Esperanza, dirigiéndose hacia las Indias por Oriente. Quiso la fortuna que el genovés, sin estar al servicio de Portugal, fuera quien, a través del mar, encontrase el camino que, por Occidente, conduce al mismo término.
Se interesó, pues, nuestro héroe por la navegación y por los relatos de los viajeros, y se mezcló en cuestiones científicas. En su trato frecuente con los hombres de mar, oyó hablar de barcos arrojados hacia el Oeste por las tormentas, y de tierras que los tripulantes de aquellos habían visto, y adquirió el convencimiento de que existían islas al Occidente, y de que él mismo podría llegar a ellas, si contaba con alguien que le protegiese. Aún se cuenta que «abrió su corazón» a los portugueses, los cuales, después de hacerse a la vela, secretamente, en dirección occidental, y de no haber encontrado nada, no se cuidaron más de que permaneciera entre ellos aquel extranjero sin recursos.
Encaminóse éste después hacía España, donde residió varios años, en busca del protector que patrocinara su viaje; fue presentado a los Reyes y les habló de sus proyectos; y el Rey y la Reina, como era natural, hicieron que le oyese una junta, formada por personas que merecían su confianza. El parecer de esta junta, ante la cual compareció Colón, no le fue favorable; resultado que debía de esperarse sí es cierto, como se refiere, que Colón, recordando lo que le había ocurrido en Portugal, habló con cautela, escatimando las explicaciones y repitiendo que él y solo él sería capaz de encontrar las islas que buscaba.

Colón ante la reina, Emanuel Gottlieb Leutze, Museo de Brooklyn 1843


Lo acaecido fue, sin duda, para Colón, causa de desaliento, pero no implica ignorancia ni mala fe por parte de la junta. Biógrafos excesivamente celosos han acusado a los Soberanos españoles de haber despedido a Colón, con uno u otro pretexto; pero repárese que nada le debían. Por otra parte, estaban aquéllos, por entonces, empeñados en una guerra que tenía como finalidad la expulsión de los moros y la liberación de España de la dominación extranjera. Una vez terminada esta empresa, ya tuvieron tiempo los Reyes para pensar en otra cosa, y pensaron, efectivamente, en Colón, que había encontrado protectores que gozaban de influencia en la Corte. Así fue que, durante los cuatro meses siguientes a la toma de Granada, Colón llegó a un acuerdo con los Reyes o, más bien, con la reina Isabel, cuyo espíritu estaba más abierto a las ideas generosas que el de su real consorte, Fernando de Aragón; y menos de cuatro meses después, ya estaba Colón en camino hacia Occidente, con tres pequeñas embarcaciones y una tripulación heterogénea, pero con un corazón firme y una fe inquebrantable en el éxito de su empresa.

Por de pronto, puso la proa al Sur; más tarde, al Oeste; al Oeste después, y hacia el Oeste siempre; y en 12 de octubre, el intrépido navegante tocó en una de las islas Bahamas, de la cual tomó inmediatamente posesión en nombre de España. Advertido por los indígenas de que existía una isla más grande hacia el Sur, se trasladó a ella; y en 28 de octubre desembarcó en Cuba, primera de las futuras repúblicas americanas en que puso Colón el pie durante el primero de sus viajes de descubrimiento.

Primer desembarco de Cristóbal Colón en América. Puebla y Tolin.1862 Museo del Padro. Madrid


¿Cuáles fueron los resultados inmediatos de todo esto?

Las últimas consecuencias no las conoceremos jamás; a parte de ellas alude un historiador en los siguientes términos: «El mundo se ha engrandecido; el comercio y movimiento de los navíos se extendió a través de la inmensidad de un Océano sin límites. Las minas del Nuevo Mundo causaron una revolución en la riqueza, en la propiedad, en las manufacturas y en el espíritu comercial de las naciones, y las Cruzadas contra los mahometanos fueron reemplazadas por Cruzadas para la conversión de los idólatras»

Colón recibido por los Reyes Católicos en Barcelona a la vuelta de su primer viaje

Pasemos ahora a tratar de 1532.

Acabo de citar algunas líneas de Lafuente, porque resumen de un modo admirable la influencia del descubrimiento del Nuevo Mundo en el orden material, suponiendo, sin decirlo, que las nuevas circunstancias habrían de exigir política y leyes adecuadas para regir la vida de las naciones o, lo que es igual, un Derecho de gentes moderno. Pero no es esto solo, sino que las palabras citadas terminan aludiendo al hecho de que la Cristiandad, libre ya del conflicto con el Islam, habría de extender su influencia, no solamente más allá de las fronteras de España, sino hasta los pueblos paganos de Ultramar.
La Iglesia española se mostró entonces a la altura de la ocasión que se le ofrecía para hacer el bien; sus servidores franquearon la extensión de los mares, llevando a los indios, recientemente descubiertos, las doctrinas y prácticas de la religión cristiana. Fue la predicación del Evangelio la que hizo que el nuevo Derecho de gentes viese la luz y adquiriera forma y naturaleza definidas. El Nuevo Testamento mandaba «ir y enseñar a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Bautizo de Ixtlilxochitl, de José Vivar y Valderrama, siglo XVIII. Al ser bautizado toma el nombre y apellido del conquistador Cortés.

El mandato parecía bastante claro con respecto a las gentes de edad madura, que podían comprender lo que hacían y los deberes que aceptaban; pero, ¿y los niños? ¿Debían ser bautizados y conducidos, contra la voluntad de sus padres, al seno de la Iglesia y sin haber sido instruidos suficientemente en las doctrinas de ésta?
La cuestión no era nueva más que en su aplicación a los americanos, esto es, a «los salvajes del Nuevo Mundo, comúnmente llamados indios, que cayeron hace unos cuarenta años bajo la dominación española», como decía, en 1532 (nuestra segunda fecha), Francisco de Vitoria, profesor de Prima de Sagrada Teología en la Universidad de Salamanca. Pueden verse esas palabras de Vitoria en la primera de sus Relectiones referentes al Nuevo Mundo; la cual relección primera trata de las razones que justifican la posesión, por parte de España, de los territorios americanos, en tanto que la relección segunda trata de las leyes de la guerra en el caso de que ésta sobrevenga entre americanos y españoles.
La relección primera examina las circunstancias que preceden a la guerra, y, por breve que sea, es una magistral exposición del estado de paz; la segunda, que versa sobre el modo de hacer la guerra, es más breve aún, pero magistral igualmente, y las dos juntas forman el primer tratado importante de los derechos y deberes de las naciones, tanto en tiempo de paz como de guerra, y constituyen la obra maestra más grande en la literatura del Derecho internacional.

He aquí el índice de materias de la primera relección:

  1. ¿Qué derechos tenían los españoles sobre los salvajes?
  2. ¿Qué poder, temporal y espiritual, sobre los salvajes, corresponde a los soberanos españoles?
  3. ¿Qué poder, sobre esos mismos, salvajes, corresponde a los soberanos y a la Iglesia, en materias espirituales y religiosas?

El índice de materias de la segunda relección es el siguiente:

  1. ¿Pueden los cristianos hacer la guerra?
  2. ¿A qué autoridad corresponde el derecho de declarar y hacer la guerra?
  3. ¿Cuáles son y pueden ser los motivos de una guerra justa?
  4. En una guerra justa, ¿qué es lo que lícitamente puede hacerse?

Séame permitido decir algunas palabras acerca de Francisco de Vitoria y de sus dos Relectiones.
Francisco, si me es lícito, sin pecar de excesiva familiaridad, llamarle por su nombre, nació hacia el año 1480, en Vitoria, en la provincia de Álava; fue conocido por el nombre de su ciudad natal; murió en Salamanca en 1546, y se dice de él que fue el español más famoso de su tiempo. Siguiendo el ejemplo de su hermano, ingresó muy joven en la Orden de los dominicos; estudió Filosofía y Teología en su propio país, y continuó posteriormente sus estudios en la Universidad de París, a la cual fue enviado por sus superiores, en atención a lo mucho que prometía. Aprovechó notablemente su paso por la Universidad, y al regresar a España, tras de varios años de ausencia, regentó el Colegio de San Gregorio de Valladolid, y poco después, en 1526, ocupó la cátedra de Prima de Teología en Salamanca, donde vivió, enseñó, y murió veinte años más tarde. Este hombre eminente, amigo de Erasmo, consejero de monarcas españoles y de monarcas extranjeros, sabio que gozó de la mayor reputación en su Iglesia, fundador de la escuela española de Teología, gloria de la primera Universidad de su patria, Sócrates español, como se le llamaba familiarmente, no publicó nada: vivió tan solo en la vida y en los escritos de sus discípulos.
Seguía, en su cátedra, el método francés, consistente en dictar las lecciones a sus alumnos, los cuales transcribían las conferencias, que él cuidaba de corregir y devolverles. Invertido en estas tareas todo su tiempo, no publicó cosa alguna por si mismo; pero, utilizando las múltiples copias que los estudiantes poseían, se llegó a coleccionar un conjunto de doce Relectiones y a imprimirlas en Francia, en Lyon, en 1557; ocho años después, aproximadamente, las mismas Relectiones fueron revisadas y reimpresas en Salamanca. Los títulos de las cuatro Relectiones primeras, que tratan de Derecho público y que constituyen firme base de la reputación de su autor, son los siguientes:1º. De potestate Ecclesiae. 2.° De potestate civili. 3º. De potestate Papae et Concilii. 4.º De Indis et de Jure belli. En la ocasión presente, solo toca hablar de esta última, es decir, de la doble disertación sobre los Indios y la guerra.

Según lo que hoy sabemos, Vitoria fue el primero que enseñó el Derecho de gentes en un centro de instrucción de carácter público. Tenía aquél la costumbre de estudiar, en su cátedra, los problemas de actualidad; entendía que las cuestiones legales debían ser tratadas con arreglo a los principios de Derecho; pero no admitía que la ley pudiera ser debidamente interpretada por el jurisconsulto sin que este último llamase en su auxilio al moralista: a su modo de ver, el uno no resultaba completo sin el otro; el legista debía de ser un poco moralista, y el moralista debía de parecerse mucho a un legista.
Francisco de Vitoria era el ejemplo más acabado de las estrechas relaciones existentes entre esas dos ciencias, diferentes, aunque no separadas la una de la otra. Su método era el propio de la escolástica, en cuanto enunciaba un principio, ordenaba los argumentos en su favor y aducía los argumentos contrarios, para deducir al fin las propias conclusiones. Semejante método fue, es y será siempre un método sólido, seguro y sensato; interesante, sí es interesante el asunto, y enojoso sí el asunto es enojoso.


Se hablaba y se escribía de Filosofía mucho antes de Francisco de Vitoria; nada nuevo había que decir; todo estaba dicho y repetido, y el mejor de los métodos no podía prestar interés a bagatelas inacabables y a repeticiones inútiles. Sería difícil, por ejemplo, que se considerara interesante esta cuestión: «cuántos ángeles pueden estar en pie sobre la punta de una aguja». Francisco de Vitoria, en cambio, tocaba los ardientes problemas de actualidad; tomaba ejemplos donde quiera que los hallaba: en lo pasado, en lo presente, en la Iglesia y fuera de la Iglesia, en el Viejo Mundo y en el Nuevo, realmente, sus alusiones a sucesos contemporáneos son relativamente más frecuentes que las de Gentile, uno de sus sucesores, a quien se atribuye el mérito de haberse especializado en ejemplos modernos. Vitoria era un escolástico que escribía acerca de los más grandes acontecimientos internacionales de su época, examinándolos desde el punto de vista de la equidad y desde el punto de vista de la práctica, como hombre de iglesia y como laico. Su método fue el de la escuela clásica de Derecho internacional. Gentile en Italia y Grocio en Holanda, son sucesores suyos, pertenecientes a otras nacionalidades pero continuadores del método del maestro, fundador del Derecho internacional y de su escuela moderna, a la cual perteneció Gentile y de la cual fue Grocio el más renombrado de los miembros.

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(…) Esto por lo que se refiere al método. Hablemos ahora de la oportunidad.
Francisco de Vitoria se sentía muy apenado por los sucesos que acaecían en el Nuevo Mundo y se mostraba afligido por la conducta de sus compatriotas. Colón había avanzado hacia el Oeste par a hacerse valer y buscando el provecho personal. No era un filántropo; tenía, como suele decirse, «el ojo en acecho»; abrigaba el propósito de que la gran aventura redundara en beneficio suyo; por eso inauguró la costumbre de reducir los indios a esclavitud. Los malos precedentes, como éste, suelen tener muchos imitadores, sobre todo si proporcionan provechos; así que los indígenas, cuando no eran reducidos a esclavitud, eran expoliados, despojándolos de sus tierras y bienes. Contra semejantes prácticas, ilegales e inicuas, se elevaron protestas en España, entre otros, por Francisco de Vitoria, a quien sus hermanos de Orden, conocedores del Nuevo Mundo, habían puesto al corriente de los asuntos americanos.
Disponía Vitoria de medios para llegar hasta el público ilustrado e influyente, único con quien era preciso contar por aquel tiempo. Existía la costumbre de pronunciar un discurso, cuidadosamente preparado, el día de la apertura oficial de la Universidad; y la Relectio de Indis fue redactada, con ocasión semejante, por Francisco de Vitoria, en 1532 «y en la Universidad de Salamanca, que, de este modo, vino a ser realmente la cuna del Derecho internacional. Más tarde, en circunstancias análogas, escribió la disertación De Jure belli, apresuradamente preparada, para servir de complemento a la Relectio precedente, según dice su autor en las observaciones preliminares de aquélla. Ambas disertaciones reunidas constituyen, como antes dije, la primera y más grande obra maestra acerca de la paz y de la guerra.
Para determinar la justicia o injusticia de la conducta de los españoles en América, Francisco de Vitoria se vio obligado a establecer una línea de conducta ideal, un modelo.
Reputaba justa una acción, no porque él la creyera lícita, sino en cuanto estuviese de acuerdo con la justicia. Ahora bien; si los españoles visitaban las tierras de los indios y se establecían en ellas, ¿a qué ley, basada en la justicia, podrían recurrir estos últimos? Era necesario, pues, que Vitoria fijara el Derecho y definiese la ley. Eso es lo que hizo en su primera Relectio, y al hacerlo creó el Derecho de gentes moderno.
Los españoles tenían el derecho de visitar los territorios de los salvajes y de establecerse allí a condición de no causar daño a estos últimos; y los indios tenían el deber de permitirlo, porque el derecho del uno es el deber del otro y aun de todos. ¿Pero se trataba realmente de un derecho de los españoles y de un deber de los indios? Los españoles, dice Vitoria, podían hacer lo que hacían, en virtud del «Derecho de gentes» (ius gentium), que es una parte de la ley natural, o derivación de ella; afirmación correcta, pero insuficiente para satisfacer al noble dominico español. Cabía invocar un a razón más profunda, que aquél trató de formular diciendo que el Derecho de gentes es un conjunto de reglas que la razón natural ha establecido entre las naciones. Sí hubiera dicho inter homines, no habría definido con exactitud el Derecho de gentes a que aludía. Antes de él, otros escritores habían hablado del ius gentium, considerándolo como derecho de los individuos; pero Vitoria empleaba aquel término refiriéndolo a las naciones y hablaba de un ius inter omnes gentes, existente, no entre dos o varias, sino entre todas las naciones. Citaré textualmente sus palabras: «Quod naturalis ratio inter omnes gentes constituit, vocatur ius gentium». De este modo aparece enunciado y definido el Derecho internacional, en 1532.


Vitoria aplicó su Derecho de gentes a las cuestiones que ante él se planteaban. «Así es, continúa (pareciendo desconocer la amplitud de su propio descubrimiento) que, entre todas las naciones (nótese la palabra «naciones») se reputa inhumano el hecho de recibir mal a los extranjeros y viajeros, a menos de existir razón plausible para ello». Por el contrario, añade a seguida, «está de acuerdo con la justicia y con la humanidad el tratar a los extranjeros con benevolencia, salvo el caso de que esos extranjeros cometieran abusos en su trato con las demás naciones».

Tenemos aquí la costumbre de las naciones, fundada en la justicia, traducida en una regla de Derecho: el deber del uno consiste en respetar el derecho del otro. (…)
Pero, ¿qué es la nación, a la cual se aplica el Derecho internacional? Tratando de este punto, Vitoria se muestra tan claro, preciso y categórico como tratando del anterior. «El
Estado o nación —dice— es una comunidad perfecta», empleando el término «perfecta» como equivalente a «completa». Estado imperfecto es aquel al cual le falta alguna cosa,
en el sentido de que no se basta a sí mismo. El Estado perfecto, para Francisco de Vitoria, es una comunidad completa, en cuanto no es parte de otro, y posee leyes, parlamentos y magistrados propios: tales son los Reinos de Castilla y de Aragón, el principado de Venecia y otras comunidades análogas.
Según el modo de ver de nuestro autor, el pueblo es quien constituye el Estado; el príncipe existe para el pueblo, y no el pueblo para el príncipe; y aunque la forma monárquica de gobierno sea preferible a la forma republicana, la existencia de una u otra depende del pueblo de que está formado el Estado o comunidad perfecta.

«El Estado perfecto —continúa— es aquel que está organizado de tal suerte que sería completo aunque fuese el único existente en el mundo; debe de tener un gobierno, leyes, poder legislativo, un tribunal supremo para declarar y aplicar la ley en los asuntos civiles y un procedimiento criminal: solo una comunidad semejante es perfecta o completa.»
A juicio de Francisco de Vitoria, es fundamental que los habitantes del Estado perfecto no tomen la ley en sus propias manos para reparar, por sí mismos, los agravios, aunque les sea lícito defenderse personalmente y defender sus bienes en caso de agresión, ya que este último derecho es el derecho, inalienable y omnipresente, de legítima defensa. (…)

(…) Con arreglo a la doctrina de Vitoria y de la escuela española, supuesta la existencia de un tribunal de justicia internacional, ninguna guerra sería justa; y aun en la misma guerra que Vitoria admitía, el príncipe, representante del Estado, actuaba como juez de una justa causa, empleando solamente la fuerza necesaria para el triunfo de una acción legal ejercida por medio de la fuerza.
No es necesario continuar el resumen de las ideas de nuestro autor, porque él mismo se ha cuidado de hacerlo en los tres hermosos párrafos que ponen término a la Relectio de Jure belli.


«Todo esto —dice— puede resumirse en algunos cánones o reglas de la guerra.

«Primera regla. Supuesto que el príncipe tiene autoridad suficiente para hacer la guerra, debe procurar, ante todo, no buscar ocasiones y causas de lucha, sino esforzarse, sí es posible, para vivir en paz con todos los hombres, según el precepto de San Pablo (Epístola a los romanos, cap. 12). Debe también considerar que los demás hombres son prójimos nuestros, a quienes debemos amar como a nosotros mismos, y que todos tenemos un Dios común, ante cuyo tribunal habremos de dar cuenta de nuestros actos. Es máxima crueldad buscar motivos, y alegrarse de que los haya, para matar y exterminar a los hombres que Dios crió y por los cuales murió Cristo. Solamente obligados y forzados, podemos dejarnos ir al reconocimiento de la necesidad de la guerra.
Segunda regla. Cuando la guerra sobreviene en virtud de una causa justa, es preciso hacerla, no para arruinar al pueblo contra el cual se lucha, sino para conseguir la realización del derecho y la defensa de la patria y Estado propios, de tal modo que de la misma guerra nazcan, en su día, la paz y la seguridad.

«Tercera regla. Lograda la victoria y terminada la guerra, es preciso usar del triunfo con modestia y moderación cristianas: el vencedor debe considerarse como juez que falla entre dos Estados, ofensor y ofendido; y como juez, no como acusador, ha de dictar sentencia que restablezca la justicia en favor de la parte lesionada; pero todo esto (y después de haber castigado debidamente a los culpables), con el mínimo detrimento del pueblo agresor, con tanto mayor motivo cuanto que generalmente, entre cristianos, la responsabilidad de las guerras debe ser atribuida a los príncipes, ya que los súbditos combaten por aquéllos de buena fe, y sería injusto que, como dijo el poeta, Quidquid delirant reges, plectantur Achivi. (Sean castigados los aqueos por las locuras de sus reyes.)

Guerras civiles entre conquistadores. Batalla de Iñaquito y muerte del virrey Blasco Núñez Vela 1546


Volviendo al tema de los Estados, era natural que Vitoria considerase a las comunidades cristianas e independientes de Europa como Estados perfectos; y así lo hizo, pero sin limitarse a ello. Los Estados musulmanes le parecían igualmente perfectos, porque no estimaba, aun siendo cristiano, que la cuestión religiosa fuera elemento esencial de gobierno. Y los principados americanos, que debían ser considerados como Estados si eran independientes, Estados e independientes eran también, según su modo de ver las cosas.
Los Estados perfectos de Europa no estaban, en ningún sentido, sometidos al Sacro Romano Imperio. Las comunidades americanas eran perfectas y completas por sí mismas, y en tal concepto no estaban sujetas al jefe de aquél, que era nada menos que Carlos V, rey, a la vez, de España.Tampoco estaban sometidos los Estados al poder temporal del Papa, a quien nuestro dominico debía obediencia espiritual.
Ni el Emperador ni el Papa podían conceder títulos de posesión respecto a territorios que no les pertenecían
. Las comunidades americanas eran, pues, independientes e iguales, como las veintiuna repúblicas americanas son independientes y libres hoy. Según el pensamiento de Vitoria, los principados americanos eran tan independientes y libres como Francia y España, y poseían los mismos derechos y deberes que España y Francia poseen.
Ningún príncipe americano podría autorizar a un navegante americano para descubrir a Francia o a España y para tomar posesión de ellas, porque tanto la una como la otra eran comunidades perfectas y completas. Por consiguiente, Sus Majestades Católicas, los Reyes de España, no podían autorizar a Colón para descubrir las comunidades completas y perfectas formadas por los salvajes americanos, ni para posesionarse de las mismas. El descubrimiento y la ocupación de comunidades perfectas y completas no conferían título alguno de dominio, según la ley internacional del gran dominico.
España y Francia, ¿eran independientes la una de la otra? Sí. ¿Eran iguales? Sí. No eran, sin embargo, independientes de la comunidad internacional, que no estaba organizada en aquel tiempo, y que aún está imperfectamente organizada en el nuestro. Esta comunidad, superior a los Estados, puede dictar leyes para aquellos que la constituyen y castigar las transgresiones de la ley internacional o ley de la comunidad.
Así resulta que cada Estado es independiente de cualquiera otro, pero dependiente del conjunto de todos.
Tal fue el Derecho internacional de Francisco de Vitoria, y tal fue la doctrina de la escuela moderna de Derecho internacional, por él fundada. Su sistema únicamente en parte hubo de ser aceptado en la época en que Vitoria vivía. (…)
Sería imperdonable, de mi parte, e injusto para con Vitoria, dejar de mencionar a Grocío, sobre todo aquí, a la sombra de la pequeña ciudad de Nueva Amsterdam, que, en vida de aquél, era la capital de Nueva Holanda. Sin el descubrimiento de América, Vitoria no habría tenido ocasión de hablar de los indios «recientemente descubiertos», y de fundar así, merced al examen de una situación de hecho, la escuela moderna de Derecho internacional. Sin Vitoria y la escuela española, ni el Derecho de gentes ni su filosofía habrían estado a disposición de Grocío, y el mundo podría estar aguardando todavía la aparición del tratado de este último.

Hugo Grocío

El descubrimiento de América por Cristóbal Colón era un descubrimiento material. El descubrimiento espiritual de América solo podía ser realizado por un hombre dedicado a las cosas del alma. El dominico Francisco de Vitoria, aprovechando un incidente teológico y sosteniendo las doctrinas de su Iglesia, considera el descubrimiento de América como detalle de un conjunto eterno y, haciéndolo así, establece los fundamentos de la escuela moderna del Derecho internacional y de las relaciones internacionales.

¿De qué modo pudo Vitoria llevar a cabo su obra? ¿Por qué no fué un legista el llamado a realizarla? El propio Vitoria decía que un legista no podía acometer la empresa, porque,
en su tiempo y durante su generación, un legista trataba de Derecho y de textos internos. Aun hoy, en el mundo latino, el legista, detenido ante una cuestión de Derecho internacional, se dirige a un profesor de esta ciencia para consultarle, dado que el profesor suele estar familiarizado con la Filosofía del Derecho, reputada más importante en los asuntos internacionales que en los asuntos interiores, ya que en éstos puede invocarse un estatuto establecido por el gobernante, aplicado por los tribunales e impuesto por una penalidad oficial.
En su calidad de teólogo, Vitoria, advirtiendo que lo que estaba en tela de juicio eran problemas de Derecho, de justicia y de moralidad, declara insistentemente que esos problemas no podían estimarse definitivamente resueltos mientras no lo fuesen según los principios de justicia y de moral. En consecuencia, reanuda el examen de cuestiones que los hombres de Estado y los legistas suponían terminadas, porque el poder político las había decidido, y las somete a nuevo estudio, contemplándolas a la luz de la justicia, de la moral y de lo que llamaríamos hoy la razón de las cosas. Y cuando, en 1532, Vitoria desciende de su cátedra, el mundo posee ya una exposición de las bases fundamentales en que el Derecho y las relaciones internacionales descansan, faltando tan solo la aportación reservada a Suárez (estudiante que había sido en Salamanca) para alcanzar el espíritu de la ley, comprensivo del espíritu del Derecho de gentes. Después de esto, los Estados de Europa poseyeron una ley, susceptible de ser aplicada a todos ellos, y una filosofía llamada a perfeccionarla y a seguir interviniendo en su desarrollo, de tal modo que dicha ley pudiera adaptarse a las variables circunstancias de las naciones tan largo tiempo como necesitasen éstas un Derecho internacional.

Pero todavía era necesaria otra cosa, a saber: un comentador de buena voluntad y de vasto saber, familiarizado, no solamente con lo pasado, a fin de justificar lo presente, sino también con las doctrinas de la escuela española de la edad de oro, a fin de reunir en un solo tratado el Derecho y la Filosofía, que es la vida misma y el principio generador de la ley. Este comentador fue hallado en Hugo Grocío, sucesor de Vitoria, cuyo Tratado sobre el Derecho de la guerra y de la paz es la obra maestra de la escuela española y el punto de partida de todo sistema práctico y razonado de Derecho de gentes.

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Sería presuntuoso en un extranjero, por amistosos que sean sus sentimientos con relación a España y a cosas españolas, especialmente con relación a su Derecho internacional, continuar por este camino; sin embargo, en su condición de americano en el sentido continental de la palabra (esto es, ciudadano de los Estados Unidos, pero que no se siente extranjero en ninguna capital de América), aprovecha la ocasión para proclamar que las Américas existen gracias a Colón; que el Derecho internacional moderno fue fundado por los españoles, porque Colón descubrió a América, y que las Américas en general, y no solamente las de origen español y portugués, tienen algo que es propio suyo en los publicistas españoles de la edad de oro, cuyas tradiciones son las tradiciones de 18 repúblicas americanas e interesan profundamente a las tres restantes. De esta suerte, teniendo todos estos pueblos, como punto de partida, un pasado común, ha de serles posible continuar en amistosa rivalidad las tradiciones aludidas y, adaptándolas a las nuevas condiciones de un mundo nuevo, contribuir también con su aportación al desarrollo del Derecho internacional moderno, a un mundo moderno destinado.

Si, trabajando con el espíritu de Vitoria, proclamamos y encarecemos como él que el Derecho debe ser justo y nunca contrario a la moral, alcanzaremos el éxito que él tuvo y, en la sucesión de los tiempos, realizaremos la esperanza, verdaderamente ambiciosa, de Bolívar, consistente en que el «Nuevo Mundo (yo me atrevería a decir que también el Antiguo) se componga de naciones libres e independientes, unidas entre sí por un cuerpo de leyes comunes, regulador de sus relaciones exteriores»(…)

Vitoria tenía predecesores. (…) El Antiguo y el Nuevo Testamento estaban siempre presentes en el ánimo de Vitoria, que tomó de ellos las citas adecuadas a las materias que trataba. (…) Érale familiar el Derecho romano como Derecho harto conocido por sus contemporáneos. Vitoria, a fuer de dominico, se inspiraba en la Teología de Santo Tomás de Aquíno, y la exponía en sus enseñanzas; (…) De ahí procede el hecho de que los fundadores del Derecho internacional fuesen teólogos. El mismo Grocío, el gran intérprete de aquél, es teólogo de corazón; aunque no había recibido las órdenes sagradas, admitía la autoridad de los teólogos con preferencia a la de los laicos. En un pasaje de su Comentario sobre el Derecho de presa, llega a volver la espalda a sus compañeros de profesión, para unir sus fuerzas a las de los teólogos, diciendo: «En este punto (cumplimiento de la palabra dada al enemigo) se debe seguir la opinión de los teólogos, con preferencia a la de hábiles doctores en Derecho; porque aquéllos siguen los dictados de la razón, mientras que éstos se guían por las instituciones civiles, que, según ellos mismos dicen, frecuentemente han sido establecidas para servir a algún propósito que no sería posible realizar de otra manera.» (…)

(…) Un escritor inglés contemporáneo, W. S. M. Knigth, que, según opinión corriente en nuestros días, ha hecho el más atento estudio de Grocio y de las relaciones de éste con sus precursores españoles, cree poder afirmar que el Tratado se reduce a reproducir en forma más amplía los puntos de vista de la escuela española, y que si Grocío debe ser considerado como el fundador del Derecho internacional es a causa de su disertación sobre la libertad de los mares, la cual disertación, a juicio del profesor Van der Vlugt, y en realidad, no es un trabajo original, sino una exposición inspirada en los grandes publicistas españoles de la edad de oro.(…)

(…) Hay gentes que sostienen que no fué Colón el descubridor de América; pero aunque se acepte esta idea, hay que admitir que el Nuevo Mundo apareció en el horizonte del Antiguo por virtud del célebre viaje de Colón. Algo semejante ocurre con respecto a Grocio. Poseía éste un raro talento, verdaderamente genial, para exponer ideas ajenas; y quizá la mejor prueba de ello se ofrezca en el Derecho de la Guerra y de la Paz. Si no creó, como es el caso, las doctrinas que forman su Tratado, y las tomó, como puede probarse, de los publicistas españoles, el modo en que aquél las expuso, y no el modo en que las expusieron éstos, fue el que aseguró la difusión de esas doctrinas(…)

Cristobal Colón en el convento de la Rábida. 1856 Cano de Peña. Museo del Padro.

(…) Permitidme, para concluir, que resuma toda la cuestión en un solo párrafo. A causa del descubrimiento de América, tenemos a Vitoria; a causa de Vitoria, tenemos el Derecho de gentes moderno, al cual proporcionó Suárez la filosofía necesaria para que pudiera existir, a la vez, como rama de la Filosofía y del Derecho; y a causa de la escuela española, tenemos a Hugo Grocio y su clásica exposición de los principios del Derecho de gentes. El resultado de estas deducciones puede, a mi juicio (y hablo en primera persona, porque no tengo la pretensión de hablar por los demás), puede, repito, enunciarse en sentido figurado, diciendo que de la cantera española, explotada por Vitoria, salieron los materiales destinados al templo de la justicia, a los cuales sirvió de argamasa, que aseguró las piedras en su sitio, la filosofía de Suárez. El arquitecto, por fin, del edificio clásico fue Grocío. O también, dicho en forma más literaria: el Derecho internacional se deriva de la conciencia humana y nace en un medio latino, católico y español.
Si se me preguntara acerca de los cuatro nombres (cada uno de los cuales, tanto como nombre, es un acto) cuyas influencias reunidas crearon el Derecho de gentes moderno, no contestaría votando en secreto, sino que diría públicamente y en voz muy alta: Colón, Vitoria, Suárez y Grocío

Nueva York 1929

Más información y fuentes:

EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA Y EL DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO discurso completo de James Brown Scott Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales en pdf

Relectiones de Francisco de Vitoria

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